jueves, 26 de marzo de 2015

El último guerrero de la edición

Hoy vengo a hablaros de un amigo, el último que he hecho desde que me mudé a Málaga. Él se declara «lector, editor, escritor» y por el poder que me ha sido concedido… Yo le declaro un buen tipo. Os hablo de José Antonio Quesada Montilla. Sus apellidos ya hablan del nacimiento de ríos legendarios, de la cuna de grandes capitanes. Y es que no podía ser de otro modo. José Antonio es un historiador y un amante de la épica empedernido. Lectores y escritores, adictos a una buena aventura literaria, nuestro encuentro tenía que producirse tarde o temprano. Incluso la sangre de oliva jienense nos une.

José Antonio es el padre de Ediciones Rubeo, la casa de El tránsito. Durante varias semanas venimos trabajando para pulir todos los detalles del lanzamiento de la novela. Pero además, a él le da tiempo de editar más proyectos literarios, viajar con su editorial por la Feria del libro de Mijas y escribir y promocionar su última obra como autor, Honor de leones. Me atrevería a decir que hasta le queda un ratito para pasear por Málaga, tomarse unas papas al cabrales y beberse una buena sidra.

José Antonio Quesada, autor de Honor de leones. Fotografía: Daniel Fernández Sosa.

Si queréis conocerlo mejor, aquí os dejo la charla que José Antonio Quesada ha mantenido con Natalia Eseverri Cobos, bloguera en El arcón de Natalia, un interesante blog cultural con un aluvión de reseñas y entrevistas sin desperdicio.

(Podéis encontrar el enlace a la versión sonora de la entrevista al final de la misma… Y a partir del minuto 18:00 puede que el último guerrero de la edición hable un poco de la novela que nos traemos entre manos)

lunes, 23 de marzo de 2015

La casa por el tejado

Si alguien me preguntara cómo escribí El tránsito —espero que nadie lo haga—, me estaría poniendo en un serio aprieto. En el estreno del blog, en Asomando la cabeza, relataba mis comienzos en este «negocio» desde el prisma ingenuo de la niñez. Con esta entrada me propongo desgranar más concienzudamente el proceso que comenzó con 28 días después y que concluía cuando «los hombres de Cifuentes y Escobar se advertían ya al fondo […]» Hasta ahí puedo leer, no es cuestión de destripar el final del libro a nadie, jeje.

Efectivamente, voy a jugar a los filólogos. Y si pienso en la carrera, a menudo demasiado teórica, surgen las honrosas excepciones, esas asignaturas que dejaron huella. Cursando «Teoría de la literatura», apenas cumplidos los dieciocho, aprendí la única regla narratológica que hoy por hoy influye en mi método, por lo demás bastante anárquico. Y lo que me enseñó un tal Edgar Allan Poe con su ensayo The Philosophy of Composition fue algo que me costó entender al principio:

Ilustración: Francesco Francavilla

«Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como deberían comenzar todas las obras de arte»

Este hombre tan tétrico y famélico me estaba diciendo que construyese la casa por el tejado. El planteamiento me sacudió; me pareció absolutamente revolucionario. No debía escribir nada hasta tener un final digno para el sufridor Germán. No contento con eso, Poe realizaba otra sentencia: no llegaría muy lejos tirando únicamente de ese frenesí que embarga a todos los artistas en algún momento. Los quebraderos de cabeza que requiere vertebrar una obra desterrarían de un plumazo el glamour mitificado de la inspiración.

Y así me lancé a por el final del libro. Barajé innumerables posibilidades. Disparatadas, ambiguas, violentas, felices… Una vez agarrado el desenlace, empecé a escribir un capítulo tras otro. Y la novela fue creciendo, con sus digresiones al pasado y al futuro, transformándose en una madeja densa e impredecible. Es como sujetar las riendas de un corcel indomable, siempre cerca de morder el polvo. En mi cabeza era todo vértigo. Me fascinaba ser consciente de que los personajes estaban vivos y muertos al mismo tiempo, eran niños y adultos a la vez, la ciudad estaba destrozada pero también libre del virus. Porque yo sabía cómo acabarían todos ellos aunque quedaran cientos de páginas para verlo plasmado en la pantalla del ordenador.

El final de El tránsito merece un post para él solito. Las personas que han podido leer la novela en primicia se dividen en dos bandos irreconciliables. ¿Final feliz o dramático para nuestro protagonista? Uno u otro, ¿no? ¿O son los dos posibles? Cuando hayáis leído la novela, hablaremos largo y tendido. Estoy deseándolo.

PD: pretendía predicar con el ejemplo… Tenía el cierre para esta entrada desde el principio. Las cosas que pasan… He desobedecido a Poe y he rematado esto dejándome llevar por la improvisación.

PD2: ¿creéis que he dicho la verdad en la posdata anterior? Los personajes viven y mueren a la vez; yo miento y digo la verdad.

lunes, 16 de marzo de 2015

El que se cobija tras la solapa

Aparece en casi todos los libros, da igual el género o la dimensión de la obra… Normalmente lo hace agazapada, a la vuelta de un pliegue de cartulina, tímida, casi clandestina. Os hablo de la habitual foto del autor. Un rostro normalmente desconocido que nos mira con una osadía insólita, directamente a los ojos. Y yo me pregunto: ¿cuál es su función? Todos convendremos en que la portada y el título suponen el arma fundamental con la que cuenta un libro para eliminar de un zarpazo la feroz paleta de colores, ilustraciones y tipografías que pugnan por captar nuestra mirada desbordada frente a los estantes de la librería. Del mismo modo, una vez mordido el anzuelo, enfilado ya el ejemplar, la contraportada se dispone a darnos la estocada y crear ese vacío insoportable que sólo puede colmarse cuando acunamos ese libro en nuestras manos, decididos a llevárnoslo a casa. Entonces lo sopesamos, deslizamos la palma de la mano por la cubierta buscando cualquier relieve como si fuésemos ciegos. Abrimos el libro y analizamos el papel, recreándonos en su rugosidad o en su blancura. Y por supuesto, lo olemos. Es el ritual insoslayable de un potencial comprador de libros.

Pero regreso a la cuestión inicial… ¿Qué papel juega la foto del escritor? Posiblemente, ese rostro nos resulte tan aleatorio como el retrato mental que esbozaremos de cada uno de los personajes de una historia. ¿Importa que ese hombre o mujer sean atractivos? ¿Una excesiva belleza nos induciría a rebajarlos como artistas? ¿Influye realmente en la decisión final que esa mirada nos transmita mayor o menor confianza? ¿En qué basamos ese vínculo?

Me hago todas estas preguntas porque me toca entregar al editor la foto que quiero que figure en la solapa de El tránsito. Ha sido imposible contenerme y no divagar sobre qué clase de conclusiones extraerá sobre mí un futuro lector anónimo que jamás ha tenido contacto conmigo. Me llena de rubor que se imprima mi foto y viaje por ahí, totalmente ajena a mi control. Observo esa fotografía y ni yo mismo sé qué opinar de ese tipo que ha escrito una novela. Os juro que no lo sé.

Posibles fotos solapa "El tránsito"

jueves, 12 de marzo de 2015

"El tránsito" desde dentro

En los próximos posts seguiremos sumergiéndonos un poco más en los entresijos de la novela. Ya sabéis un poco más de mí y podéis descargaros el primer capítuloLa tentación vive arriba— gracias a las dos primeras entradas del blog. En las próximas semanas daremos nuevos pasos juntos. Recorreremos de la mano la edición del libro según se van produciendo novedades en tiempo real. De esta forma, asistiréis al alumbramiento de la portada, la redacción de la contraportada y hasta puede que os pida un poco de ayuda para elegir una foto adecuada para la solapa del libro. Del escritorio del editor hasta mi ordenador y desde aquí a todos vosotros.

Hoy os traigo un regalo curioso, una suerte de pieza de coleccionista. Se dice que todo creador tiene su obra perfectamente configurada en la cabeza. Después de largas tensiones internas y dilemas narrativos, alcancé ese punto catártico en que la historia se vuelve transparente y vigorosa y ya no deja de avanzar. Y fue así cómo empezó a envolverme la atmósfera húmeda de esta historia. Los personajes conversaban conmigo cuando intentaba echar una cabezada después de comer y los pasajes del libro se tradujeron en nítidas escenas de cine, banda sonora incluida —sobre la música de El tránsito prometo futuras reseñas—.

Germán deambula por un mundo devastado y sin nombre. A algunos pueden resultar familiares las empinadas cuestas de una ciudad y su «tranvía llamado infierno» o los cultivos de invernadero, pero el Hospital psiquiátrico Nuestra Señora de las Mercedes, La Sierra de los Buitres y ese hotel colgado de un acantilado nos recuerdan la maravillosa capacidad de la ficción de crear lugares que no existen. Yo he paseado durante dos años por todos esos hitos convirtiéndome en la sombra de Germán, susurrándole teclazos al oído para agudizar su tormento o paliar su sufrimiento. Lo perseguí para vengarme de todas esas siestas que me fastidió reclamando la atención que todo personaje literario exige a su creador. El resultado de esos paseos es el mapa que os presento hoy, un páramo que Germán y yo pateamos hombro con hombro en innumerables ocasiones; gastando él las pocas fuerzas que le quedaban, yo conociéndome mejor después de esas intensas charlas con mi amigo imaginario.


"Mapa el Tránsito"

domingo, 8 de marzo de 2015

¿Pero qué es "El tránsito"?

El tránsito es mi criatura… Solitaria, sombría, empapada de un sudor frío, distante. El tránsito suena a post-rock, deambula por un laberinto circular que te lleva de un multicines a un psiquiátrico, de un psiquiátrico a un hotel abandonado, pasando por bosques donde jamás se filtra la luz. En esta historia no deja de llover, el gris se lleva por delante a la alegría… Pero en El tránsito también hay lugar para los paraguas de colores, para la Operación Amanecer y para la amistad y el amor más allá de la muerte. Quizás esta novela no sea otra cosa que una esperanza que tintinea a lo lejos, débil, en el alambre entre dos estados fundamentales: la vida y el infierno, dos páramos por los que todos hemos caminado. Porque nos guste o no, metafóricamente al menos, todos nos hemos transformado alguna vez en seres ajenos a nosotros mismos, secuestrados por el dolor y la desesperación.

Si queréis saber más de mi primera novela, os invito a que leáis el primer capítulo: La desesperación vive arriba. Descarga el archivo

jueves, 5 de marzo de 2015

Asomando la cabeza

Me dicen que ya que abro un blog, lo suyo sería presentarme. Sonaba aburrido. Lo siguiente que se me ocurrió fue remontarme a mis primeros recuerdos relacionados con la escritura. No consigo acordarme de qué iba aquel cuento que escribí en tercero de primaria y que iba acompañado de vistosos dibujos en los márgenes, pero sí mantengo fresco en la memoria el premio de dos mil pesetas que se me concedió en aquel concurso. Yo me relamía calculando cuántos sobres de estampas de fútbol podría comprarme con aquel dineral o si me alcanzaría para hacerme con el Power Ranger más hortera del mercado. Mis ilusiones se fueron al garete cuando me enteré de que el premio sólo podía gastarse en material escolar. Me compraron un libro no muy divertido y un estuche de madera con rotuladores y bolis que permanecen casi intactos en un cajón de mi habitación. No juzgué aquel episodio como el primer espaldarazo como autor que realmente supuso.

Corresponden a aquellas fechas unos comics en los que el texto reservado al narrador se apoderaba de la viñeta casi por completo. Aún me llevaría algunos años darme cuenta de que era mejor contando historias que dibujándolas. Entretanto, hubo otros concursos literarios en los que participé. Con más acné y mucho más idiota que en mi primer galardón, recibí otro premio en el instituto. El relato era arrebatado, poseído por la febril influencia de Bécquer y sus leyendas. Me entró el pánico al pensar que tenía que subir a la tarima del salón de actos para que me viera medio instituto. Lo que resolví finalmente fue ausentarme de esa gala e irme a jugar al baloncesto. Otro acicate en mi carrera de escritor mal gestionado por mi parte.

Luego vinieron los poemas, una novela que intenté escribir con quince años, las cartas a las chicas y los exámenes… Pues sí, los exámenes han sido el medio perfecto para foguearme como narrador. Tenía siempre la sensación de que escribía menos que la mayoría de mis compañeros, que no siempre me lo sabía tan al dedillo… Pero ahí estaban las notas, más que decentes. Deduzco que tenía la habilidad de presentar las ideas de una forma especial… Eso y que mi mítica caligrafía me ha dado incontables momentos de gloria.

Y pasaron los años. Perezoso por naturaleza, mi producción literaria fue siempre parca. Hasta que un día sucedió lo impensable. Un día de verano insoportablemente caluroso en Jaén me puse a ver una película: 28 días después. Me pareció una verdadera obra maestra lo que Danny Boyle me había regalado esa tarde. ¡Y qué banda sonora! Emocionado, pensé que sería muy divertido escribir algo sobre infectados. Y la bola fue creciendo y creciendo, pues el virus del novelista ya campaba a sus anchas por mis venas. No soy un entendido en este género, ni mucho menos. Quizás por eso pienso que El tránsito tiene mucho más que ofrecer además de la sangre y las dentelladas… Que las hay y muchas, porque también me fascinan.