domingo, 23 de agosto de 2015

Pizza fría para desayunar (Tribuna Andaluza)

El calor me expulsa de la cama; al mismo tiempo las sábanas intentan secuestrarme con mi propio sudor, destilado gota a gota durante otra noche pegajosa. Descalzo, avanzo dando tumbos por el pasillo hasta llegar a la cocina. Abro el frigorífico con los ojos todavía entrecerrados y me amorro a la botella de agua helada hasta que me duele la garganta. A continuación, rescato la porción de pizza que reservé ayer y me preparo un café. Salgo a la terraza, las vistas no están nada mal, y observo el bodegón pop art que acabo de marcarme: la caja de cartón roja, la taza amarilla, el verde de una planta, el cielo azul…  Colores crudos y bien saturados. La situación exige ciertos esfuerzos para evitar la tentación de publicar aquella mamarrachada en una red social. No obstante, sí hago una foto inmortalizando el momento, que suelo revivir al menos una vez cada verano. 

«Y a mí qué me importa esta escena como sacada de Historias del Kronen», pensaréis. Sin embargo, el párrafo anterior se encuentra preñado de pistas que hacen referencia a una realidad bastante más profunda. Tengo casi treinta años. Evidentemente, el dúplex con terraza y vistas panorámicas es de mis padres. Ni siquiera pago de mi bolsillo el café que me estoy bebiendo. La ociosidad se debe a que estoy en el paro, si bien en septiembre seré reducido a una cifra y utilizado por algún político que sacará pecho. No vengo a quejarme. Al menos no demasiado. En lo laboral he ido saltando de un lado a otro. Sueldos aceptables, sueldos insultantes, cotizaciones, cobros en negro… Nada que no se sepa. Pero no he venido a diseccionar el mercado laboral en mi franja de edad. 

De lo que quiero hablar es de la pizza del día anterior servida en el desayuno… De un símbolo que me saco de la chistera para representar la precariedad que asfixia a una generación y que bien podría continuar como una efeméride testaruda mientras la juventud se estira como un chicle para tratar de justificar un cataclismo sociológico. Porque no cabría calificar de otro modo el hecho de que con treinta y bastantes sigamos con el currículum permanentemente en la mano y viviendo en casa de los padres. Algunos se engañan autoconvenciéndose de que ese fenómeno se debe a que la juventud se alarga en nuestra sociedad actual… O será más honesto decir que nos abocan al fracaso — odio esta palabra, una americanada, pura jerga empresarial abominable—. 

En los últimos años, pocas declaraciones me han aterrado tanto como la que escuché una vez en la radio: «No vamos a vivir tan bien como nuestros padres». Pido a los políticos que cuando hablen de recuperación económica, de crecimiento en el empleo, tengan la decencia de explicar si sus votantes van a vivir mejor o sólo van a maquillar unas estadísticas que les permitan conservar sus mullidas poltronas. No acepto el argumento de «algo es algo», «mejor eso que nada». Así nos va con la filosofía del ir tirando y de la improvisación constante. Reformas, por favor… Pero de las de verdad, no a las que nos tienen acostumbrados. Hagan algo de una vez. Algunos tenemos más aspiraciones que salir al balcón a desayunar pizza fría hasta el final de los tiempos.

sábado, 8 de agosto de 2015

El monstruo de hormigón (Tribuna Andaluza)

Cada vez que viajo, inclino la cabeza para observar un personaje indispensable que languidece en la orilla de nuestras carreteras. Les hablo de esas casas derruidas y deshabitadas que jalonan nuestras ilusiones o melancolías según emprendamos el camino de ida o de vuelta. Podrían considerarse desechos arquitectónicos bajo una lupa demasiado severa, pero no son más que unas ruinas inofensivas y evocadoras. Libran una lucha perdida de antemano por mantenerse erguidas y recogen nuestras miradas extraviadas cuando los ojos se pierden en la monotonía del paisaje. Cuando pasemos de nuevo por el mismo punto kilométrico, la vida habrá pegado otro mordisco a sus fachadas raquíticas, pero seguirán allí, acaso para ayudar a orientarnos, quizás para pedir un poco de compasión. Desde un punto de vista urbanístico, esas construcciones nos recuerdan que el ser humano deja una huella en la tierra que cuesta siglos borrar.

Cuando dejamos atrás el polvo del desierto de Tabernas y ya intuíamos el mar, indulté por supuesto a mis queridas casas abandonadas y me centré en los verdaderos monstruos de cemento que destruyen nuestro patrimonio natural para saciar los delirios de la corrupción y del ocio irresponsable. Dada la zona que transitábamos, tenía un leviatán muy concreto en la cabeza; una bestia encalada de terrazas escalonadas desafiando la belleza árida de una costa volcánica. La solución de la adivinanza es, en efecto, el hotel de la playa de El Algarrobico, situado junto a Carboneras, en pleno Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar. 

El hotel, con 411 habitaciones repartidas en 21 —¡veintiuna!— plantas, queda distanciado del agua por apenas 14 —¡catorce!— metros. Las cifras de este despropósito que nunca llegó a albergar turistas deberían sonrojarnos como arrendatarios que somos del planeta en el que vivimos. Pero claro, los principales actores de este crimen prostituyeron el litoral a cambio de permisos, concesiones y recalificaciones y tantos otros términos legales que coinciden en su naturaleza con lo enredado del caso a día de hoy. 

Lo penúltimo que sabemos de este hotel es que la Junta de Andalucía pidió al alto tribunal andaluz autorización para acceder a los terrenos como paso previo a la demolición del complejo. Lo último, que la licencia de obras de El Algarrobico fue declarada legal por el Tribunal Supremo de Justicia de Andalucía en sentencia firme el pasado mes de mayo. Ni la Abogacía del Estado ni la Junta recurrieron ante el Tribunal Supremo. 

A buen seguro, los recursos continuarán enfrentando a ecologistas, asociaciones, promotores e instituciones a la salud de otro gran ogro levantado por el hombre: la burocracia. Para intentar poner un poco de orden en este enmarañado caso, me puse en contacto con un buen amigo almeriense que se implicó directamente en la causa contra El Algarrobico hace más de una década. Me contaba Eduardo que en 2006 se vivió un momento culminante en su lucha, llegando a encerrarse junto a otros en la catedral de Almería como protesta contra el desmán urbanístico. Los medios repararon en aquel hotel erigido en terreno protegido y El Algarrobico se convirtió en un símbolo de la destrucción de nuestras costas. Después llegaron los varapalos que en el fondo todos ellos esperaban: «Se recurre y se recurre, salen sentencias, se recurren. Ya no sabemos ni cuál es la válida ni cuál la recurrida. Lo único que es real es la mole.» 

El domingo pasado, unas horas antes de volver a saludar a mis solitarias compañeras de viaje de vuelta a casa, unos amigos y yo salimos temprano para bucear en unas calas próximas a Mojácar. Era consciente de la cercanía con mi objeto de estudio, pero sólo cuando el monitor lo señaló, supe que a unos pocas lenguas de tierra de distancia reposaba el hotel de la playa de El Algarrobico, ajeno a toda polémica. Nadando, pensé en lo horrible que sería perder la espectacular riqueza de un ecosistema que estaba gozando de primera mano. Me sumergí con mi tubo y mis aletas deseando que el hotel se demoliera y el recuerdo de todo lo que representa quedara olvidado en el fondo del mar.