El calor me expulsa de la cama; al mismo tiempo las sábanas intentan secuestrarme
con mi propio sudor, destilado gota a gota durante otra noche pegajosa.
Descalzo, avanzo dando tumbos por el pasillo hasta llegar a la cocina. Abro el
frigorífico con los ojos todavía entrecerrados y me amorro a la botella de agua
helada hasta que me duele la garganta. A continuación, rescato la porción de
pizza que reservé ayer y me preparo un café. Salgo a la terraza, las vistas no
están nada mal, y observo el bodegón pop art
que acabo de marcarme: la caja de cartón roja, la taza amarilla, el verde de
una planta, el cielo azul… Colores
crudos y bien saturados. La situación exige ciertos esfuerzos para evitar la
tentación de publicar aquella mamarrachada en una red social. No obstante, sí hago
una foto inmortalizando el momento, que suelo revivir al menos una vez cada
verano.
«Y a mí qué me importa esta escena como sacada de Historias del Kronen», pensaréis. Sin embargo, el párrafo anterior
se encuentra preñado de pistas que hacen referencia a una realidad bastante más
profunda. Tengo casi treinta años. Evidentemente, el dúplex con terraza y
vistas panorámicas es de mis padres. Ni siquiera pago de mi bolsillo el café
que me estoy bebiendo. La ociosidad se debe a que estoy en el paro, si bien en
septiembre seré reducido a una cifra y utilizado por algún político que sacará
pecho. No vengo a quejarme. Al menos no demasiado. En lo laboral he ido
saltando de un lado a otro. Sueldos aceptables, sueldos insultantes,
cotizaciones, cobros en negro… Nada que no se sepa. Pero no he venido a
diseccionar el mercado laboral en mi franja de edad.
De lo que quiero hablar es de la pizza del día anterior servida en el
desayuno… De un símbolo que me saco de la chistera para representar la precariedad
que asfixia a una generación y que bien podría continuar como una efeméride testaruda
mientras la juventud se estira como un chicle para tratar de justificar un
cataclismo sociológico. Porque no cabría calificar de otro modo el hecho de que
con treinta y bastantes sigamos con el currículum permanentemente en la mano y
viviendo en casa de los padres. Algunos se engañan autoconvenciéndose de que
ese fenómeno se debe a que la juventud se alarga en nuestra sociedad actual… O
será más honesto decir que nos abocan al fracaso — odio esta palabra, una
americanada, pura jerga empresarial abominable—.
En los últimos años, pocas declaraciones me han aterrado tanto como la que
escuché una vez en la radio: «No vamos a vivir tan bien como nuestros padres».
Pido a los políticos que cuando hablen de recuperación económica, de
crecimiento en el empleo, tengan la decencia de explicar si sus votantes van a
vivir mejor o sólo van a maquillar unas estadísticas que les permitan conservar
sus mullidas poltronas. No acepto el argumento de «algo es algo», «mejor eso
que nada». Así nos va con la filosofía del ir tirando y de la improvisación
constante. Reformas, por favor… Pero de las de verdad, no a las que nos tienen
acostumbrados. Hagan algo de una vez. Algunos tenemos más aspiraciones que
salir al balcón a desayunar pizza fría hasta el final de los tiempos.
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