Por más que me parezca un asuntos insoslayable que en este país no se ha abordado con valentía, hoy no osaré perorar sobre guerras pasadas, bandos, represaliados ni cunetas. Yo quiero disertar sobre una memoria histórica distinta,
una que vertebra a todos los españoles —al menos a los que deseen ser así llamados—
y jamás los divide. Como suele ser la propia idiosincrasia de la memoria, esta
memoria es caprichosa, huidiza, tan pronto abruma con detalles que creímos olvidados
como se acuartela en los recovecos del cerebro vetándonos el acceso a su
precioso contenido.
Sin embargo, la otra memoria histórica es ante todo estacional. Pena
aletargada durante todo el año esperando su ocasión de significarse. Y lo hace
con todo su esplendor añejo de verano en verano. Por desgracia, no puede
disfrutarla todo el mundo, solo aquellos que disponen de un pueblo donde
recobrar el pulso de las raíces familiares y de un costumbrismo abocado a la
extinción. Recurrimos a la memoria histórica del pueblo de la forma más
ventajista posible. Nos manchamos los codos con sus recuerdos encalados cuando
el calor abrasa la ciudad, cuando la verbena local nos proporciona
desinhibición a un precio más bajo o cuando realizamos una visita diplomática
que encaramos con pereza pero que nos devuelve más humanizados a la urbe. En el
momento en que sus calles —donde se anda con Dios— se engalanan de soledad
cuando desembarca septiembre o cuando el invierno se adosa a los muros gruesos
de una casa vieja, la mayoría ya está muy lejos de allí. El pueblo calla y
guarda su memoria menguante dentro de un baúl hasta el próximo estío.
Para entonces ya habrán desaparecido algunos de sus habitantes y con ellos,
mil anécdotas de un mundo distinto, un buen puñado de palabras y latiguillos
—patrimonio casi exclusivo del que con cariño las pronunció— y algunos pares de
manos con dedos cuarteados y tallados por el trabajo. En casi todos estos
pueblos sucede lo mismo: su tamaño se multiplicó pero su población se diezma
sin parar. Con cada casa vacía asfixiada por la naftalina se corta un hilo de
esa red invisible que une al pueblo, ese denso entramado abonado para la
solidaridad comunal, aunque también para la rumorología maledicente.
De las múltiples bondades de la memoria histórica rural, mi favorita es su
riqueza lingüística. Los mismos motes, patronímicos heredados por hijos y
nietos quieran estos o no, son de tal precisión que sirven para calificar a
«forasteros» que pasan por el pueblo. «Mi yerno es como el ruso, una mole». Y sin
necesidad de mayores explicaciones, la imaginación traza un retrato perfecto
del muchacho mucho antes de tenerlo delante. Tras unos pocos días te ves familiarizado
palabras como alacena, chinero, cámaras… En casa de mi abuela recibimos a las
visitas y «echamos un parrafillo» con ellas. Lejos de sonar anticuado, esos giros del lenguaje devuelven
una melodía fresca y nueva.
Si bien los encantos del pueblo son evidentes e irrebatibles, los
personajes de mi calaña no aguantamos la vida en él más allá de unos pocos
días… Como resultado de ello, la memoria histórica se resiente. Entre el patio
de mi abuela, su parra silvestre, sus moscas y sus sillas de enea, un rincón
imperturbable desde hace casi tres décadas, y la vida que se empeña en dirigirme
por otros derroteros, se abren las fallas del desarraigo… Ahí está, el típico regusto
agridulce alojado en el paladar de los que tenemos un pueblo al que regresar:
ni contigo ni sin ti, reniego cuando voy, sonrío melancólico al marcharme.
Este artículo me hace sentir bien,recordar con añoranza las vivencias de antaño , y a la vez sentir que hay gente joven que ha bebido en los manantiales de los que le han querido y criado.
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