miércoles, 23 de noviembre de 2016

El día que escribí como Vasili Grossman

La rutina se repite casi todos los días de clase. Salgo del instituto y vuelvo a casa. Este curso mi garganta suele picar más que otros años. Los chavales te las hacen pasar canutas a veces. Me gusta pensar que es parte de su obligación de adolescentes: rebelarse y desafiar cualquier tipo de autoridad, si bien ese no es para nada mi perfil como docente. Lástima que en esa rebelión haya tan poco de ideológico y tanto de una simple falta de modales.
Apenas tardo en olvidar todo lo que ha pasado en el aula, lo bueno y lo malo se diluyen por igual y de manera veloz, desaparecen en lo que tarda la música en viajar desde mi mp3 hasta mis orejas a través de unos cables demasiado enredados.
Normalmente como solo. Suelo narrar mentalmente las pequeñas ceremonias culinarias intentando que suenen exóticas, casi cautivadoras, como si el propio Murakami estuviese firmando el párrafo.
Hoy, sin embargo, he comido acompañado, sin duda un augurio prometedor de lo que ocurriría a continuación. Uno de los momentos que más saboreo en todas esas jornadas que nada memorable presagian y que en realidad suelen ser mis favoritas, es el ratito de lectura nada más levantarme de la mesa. Me tumbo en la cama –solo sé leer en posición horizontal– y me sumerjo en el libro de turno hasta que el escozor de la garganta y el de los ojos se encuentran. Al cabo de unos segundos ya estoy dormido.
Unas pocas páginas antes de ese catártico instante, tan pleno que a veces me sorprendo casi desbordado por esa felicidad tan barata y tan pura, un poco burguesa y orgullosa también, sucedió algo increíble. Nunca olvidaré la página 516 de Vida y destino, de Vasili Grossman. Cuando un ruso como Stalin manda se sube a los lomos del realismo socialista con un novelón de esta categoría, casi me hace dudar de que nadie escribe como los autores sudamericanos.
Y de repente, cuando casi podía oler las cenizas de una Stalingrado bajo asedio nazi, llegó la coincidencia que me unirá sentimentalmente a Grossman durante el resto de mi vida literaria. Y es que en plena disertación filosófica sobre el bien y el mal, aderezada en mi subconsciente con secuencias de Terrence Malick, Grossman ilustra sus argumentos con una cita bíblica: Jeremías 31, 15.
«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no existen!»
¡El mismo pasaje de las sagradas escrituras que utilicé para El tránsito! Germán se encuentra acorralado por infectados en la azotea de un edificio y ve cómo el futuro de su familia y el suyo se separan sin remedio porque él anda auxiliando a un tipo loco que repite sin parar las palabras del profeta Jeremías. ¿Qué probabilidad había de que Grossman y yo, en un vastísimo páramos de capítulos y versículos, coincidiésemos seleccionando un mismo extracto de la Biblia para nuestras respectivas novelas?
Arriba, "Vida y destino". Abajo, "El tránsito".
Grossman escribe justo antes «cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es impotente para reducir el mal sobre la Tierra.» En el caso de El tránsito, justo después del versículo de Jeremías, la terraza del edificio seguro queda inundada de lluvia y horror cuando los infectados derriban la puerta. También allí corre la sangre de ancianos y niños. Los gritos en Ramá llegaron a la Rusia invadida de Grossman y a mi distopía Z. Deliciosas casualidades que hacen que uno quiera ser escritor.

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