Cada vez que viajo, inclino la cabeza para observar un personaje
indispensable que languidece en la orilla de nuestras carreteras. Les hablo de
esas casas derruidas y deshabitadas que jalonan nuestras ilusiones o
melancolías según emprendamos el camino de ida o de vuelta. Podrían
considerarse desechos arquitectónicos bajo una lupa demasiado severa, pero no
son más que unas ruinas inofensivas y evocadoras. Libran una lucha perdida de
antemano por mantenerse erguidas y recogen nuestras miradas extraviadas cuando los
ojos se pierden en la monotonía del paisaje. Cuando pasemos de nuevo por el
mismo punto kilométrico, la vida habrá pegado otro mordisco a sus fachadas
raquíticas, pero seguirán allí, acaso para ayudar a orientarnos, quizás para
pedir un poco de compasión. Desde un punto de vista urbanístico, esas
construcciones nos recuerdan que el ser humano deja una huella en la tierra que
cuesta siglos borrar.
Cuando dejamos atrás el polvo del desierto de Tabernas y ya intuíamos el
mar, indulté por supuesto a mis queridas casas abandonadas y me centré en los
verdaderos monstruos de cemento que destruyen nuestro patrimonio natural para
saciar los delirios de la corrupción y del ocio irresponsable. Dada la zona que
transitábamos, tenía un leviatán muy concreto en la cabeza; una bestia encalada
de terrazas escalonadas desafiando la belleza árida de una costa volcánica. La
solución de la adivinanza es, en efecto, el hotel de la playa de El Algarrobico,
situado junto a Carboneras, en pleno Parque Natural del Cabo de Gata-Níjar.
El hotel, con 411 habitaciones repartidas en 21 —¡veintiuna!— plantas,
queda distanciado del agua por apenas 14 —¡catorce!— metros. Las cifras de este
despropósito que nunca llegó a albergar turistas deberían sonrojarnos como
arrendatarios que somos del planeta en el que vivimos. Pero claro, los
principales actores de este crimen prostituyeron el litoral a cambio de
permisos, concesiones y recalificaciones y tantos otros términos legales que
coinciden en su naturaleza con lo enredado del caso a día de hoy.
Lo penúltimo que sabemos de este hotel es que la Junta de Andalucía pidió
al alto tribunal andaluz autorización para acceder a los terrenos como paso
previo a la demolición del complejo. Lo último, que la licencia de obras de El
Algarrobico fue declarada legal por el Tribunal Supremo de Justicia de
Andalucía en sentencia firme el pasado mes de mayo. Ni la Abogacía del Estado
ni la Junta recurrieron ante el Tribunal Supremo.
A buen seguro, los recursos continuarán enfrentando a ecologistas,
asociaciones, promotores e instituciones a la salud de otro gran ogro levantado
por el hombre: la burocracia. Para intentar poner un poco de orden en este
enmarañado caso, me puse en contacto con un buen amigo almeriense que se
implicó directamente en la causa contra El Algarrobico hace más de una década.
Me contaba Eduardo que en 2006 se vivió un momento culminante en su lucha,
llegando a encerrarse junto a otros en la catedral de Almería como protesta contra
el desmán urbanístico. Los medios repararon en aquel hotel erigido en terreno
protegido y El Algarrobico se convirtió en un símbolo de la destrucción de nuestras
costas. Después llegaron los varapalos que en el fondo todos ellos esperaban: «Se
recurre y se recurre, salen sentencias, se recurren. Ya no sabemos ni cuál es
la válida ni cuál la recurrida. Lo único que es real es la mole.»
El domingo pasado, unas horas antes de volver a saludar a mis solitarias
compañeras de viaje de vuelta a casa, unos amigos y yo salimos temprano para
bucear en unas calas próximas a Mojácar. Era consciente de la cercanía con mi
objeto de estudio, pero sólo cuando el monitor lo señaló, supe que a unos pocas
lenguas de tierra de distancia reposaba el hotel de la playa de El Algarrobico,
ajeno a toda polémica. Nadando, pensé en lo horrible que sería perder la
espectacular riqueza de un ecosistema que estaba gozando de primera mano. Me
sumergí con mi tubo y mis aletas deseando que el hotel se demoliera y el
recuerdo de todo lo que representa quedara olvidado en el fondo del mar.
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